viernes, 17 de julio de 2009

REGISTROS DE LA VIOLENCIA: HACIA OTRO MODO DE LECTURA*

Por Cristian Molina
1. Introducción

Existe un proceder de los estudios literarios que se ha obliterado hasta hoy y no por necesidad, sino por una convención sostenida desde el discurso que es, al mismo tiempo, representativa de un juego de poder que irradia desde las instituciones académicas, estatales y privadas dedicadas a la investigación. Para estas instituciones, se hace imperioso la elisión de la subjetividad para considerar una investigación seria y responsable, puesto que cualquier marca del sujeto vendría a desmantelar el artefacto científico con el cual intenta posicionarse el campo intelectual en un mundo donde ciertos saberes no científicos tienen cada vez menos espacio. Si en una primera instancia, esto implica proyectar una imagen cientificista del campo, en segundo lugar, es una forma de poder desde la institución esgrimida contra sus actores: el sujeto cede su nombre para que la institución absorba su trabajo y lo esgrima como representativo de un enfoque, con lo cual el prestigio y el estatus de la misma se posiciona socialmente.
El borramiento de la identidad produce, al mismo tiempo, una modalidad de lectura monstruosa, ya que hiper-muestra el procedimiento de alienación. Toda aseveración debe sostenerse con una cita bibliográfica previa con la cual se concuerda o se desacuerda y que proviene, generalmente, de un actor de otra institución crítica o académica. Si bien la lectura de otras investigaciones es provechosa porque amplía el horizonte de lectura, el problema de este poder tiránico sobre la metodología de investigación y el modo de lectura, ha conducido a una desestimación del sujeto en pos del discurso. La crítica, en contraposición al arte que es su objeto, se ha ido desligando cada vez más de su nexo con la vida; entendida ésta como el transcurso vital y de lecturas realizado por un sujeto y no como una entidad abstracta. El problema no es simple y responde a una concepción errónea e injustificada del lenguaje. Se supone que el mismo ejerce una tiranía de mediación entre el sujeto y el mundo y que, por lo mismo, todo queda ligado a su dominio. Sin embargo, se niega o se oculta que, así como el sujeto y el mundo son mediados por el lenguaje, éste también es mediado por el sujeto y por el mundo. El sujeto pone en funcionamiento, modifica y carga de sentido el lenguaje y el mundo provee o no de qué hablar. Es decir, se opaca, cuando no se borra, la reciprocidad de mediaciones y las posibilidades del hombre de actuar en el lenguaje, en la cultura y en el mundo. El sujeto cultural está sujeto al lenguaje, tanto como éste al sujeto y al mundo. Vista desde este otro punto de vista, la lectura crítica deja de ser la mera acumulación excesiva y abusiva de conocimientos sobre un texto, se desliga de su pose cientificista y se abre a las posibilidades del sujeto como mediador del saber. ¿Por qué se lee lo que se lee? ¿Qué es lo que hace que alguien se obsesione con un tópico o con una forma de lectura? ¿Cuáles son los motivos por los cuales se fija la atención en un problema y no en otro? Son preguntas a las cuales la crítica literaria no ha querido dar respuestas ya que la enfrentaría con aquello que quiere ocultar: la presencia de un sujeto que hace uso del saber y que le hace decir algo.
Esta posición obliga a los estudios literarios a transformarse en literatura y a abandonar la pose cientificista. Existe en este punto una amplia tradición argentina a la que Nicolás Rosa ha calificado como Ficción crítica y que englobaría no sólo su propia producción, sino también la de David Viñas. Pero mucho más allá, quiero creer que también la de Jorge Luis Borges y la de Miguel de Cervantes con su parodia de la caballería y, aún más atrás, los mitos platónicos. Todos han producido literatura a partir del abordaje crítico de un determinado saber y, de alguna manera, han permitido que aflorase el sujeto a través de un conjunto de operaciones literarias; el único limitante ha sido que no lo han desenmascarado en el interior del texto propio, no han dado cuenta de su presencia directamente, sino a través de un conjunto de deixis o de procedimientos literarios. Lo que propongo es abrir la posibilidad de fundar una antropología literaria, donde la posición de aquél que lee tanto como las operaciones subjetivas que pone en juego en el momento de la lectura queden al descubierto. De modo que se produzca un extrañamiento tanto de la posición de lectura, como del texto leído, a partir de la intervención de conocimientos de mundo (por lo tanto, no sólo literarios) y de experiencias subjetivas que han llevado y llevan a leer lo que se lee. El crítico debe dejar de ser un Escriba y asumir su rol de escritor; en definitiva, asumir que en cada lectura no hace más que escribirse. De este modo, logrará que la literatura diga algo de la vida, de nuestra vida y de la de una clase social.

2. Registros de la violencia: el indio y Fierro / el padre

A.

Registrar implica tomar nota de una situación, de una idea o de algo; pero en todo caso, para permitir a partir de ella una apertura de la visión construyendo una escena literaria que irradie conocimiento. En este caso, se trata de un conocimiento mediado por la violencia que se representa en el Martín Fierro de José Hernández. La escena de Hernández es simple y no tan breve; abarca tres cantos de La Vuelta, aunque, se podría sostener que, en realidad, también está implicada, solapada y escondida, como registro, en La ida. Cuando Cruz ha muerto, se hace necesario llenar el vacío, del texto y de Fierro, y el relato de la cautiva se vuelve la prótesis. Sin Cruz, Fierro queda solo en medio de los indios: no hay tercera persona que sirva para identificarse o, al menos, para afianzar el contraste de Fierro con el Otro:

“Cauteloso me acerqué
a un indio que estaba al lao,
porque el pampa es desconfiao
siempre de todo cristiano,
y vi que tenía en la mano
el rebenque ensangrentado1”.

El cristiano y el pampa aparecen antes de la escena que nos compete como entidades enfrentadas por la desconfianza. Pero sobre todo por el rebenque ensangrentado. La violencia se anticipa adjetivalmente al final del canto VII. La sangre es la seña de lo que vendrá y es también el registro, mediado por el lenguaje y por la ideología de Hernández, de un modo de relación, impuesto después de Rosas, entre el indio y el gaucho como cuerpo de guerra del naciente Estado nacional. Como afirman Mandrilli y Ortelli en Vivir entre dos mundos, a la relativa paz entre colonos e indios que se establece entre las guerras por la Independencia, sigue, por obra de las campañas de Rodríguez, una lucha contra las poblaciones nativas por el territorio,. Esto ocurre hasta Rosas, porque durante su gobierno, se propulsaron acuerdos con las poblaciones nativas, detestados por Sarmiento en el Facundo, que lograron calmar la relación y favorecieron la adhesión para el combate contra los unitarios de algunos caciques. El indio fue incorporado como aliado al Estado rosista y, de alguna manera, fue pensada, siquiera en términos oportunistas y hasta económicos, una incierta convivencia entre ambos. Pero con la caída de Rosas, las relaciones vuelven a tensarse. Había que construir un Estado, establecer las bases de un modelo agrícola o ganadero y poblar esas tierras que los nativos mantenían en la improductividad hasta volverlas un verdadero Desierto, aún a costa de eliminarlos. Con la convicción de la agricultura como motor del progreso del país, Hernández comparte más o menos, en estos términos, ese modelo, según Tulio Halperin Donghi en José Hernández y sus mundos. Y el registro de la ideología (entendida como producto de la mediaciones recíprocas entre el mundo, la cultura y la experiencia) se hace visible en la construcción ensangrentada del otro, “del salvaje desconfiao”, presente ya en "La ida":

“Naides le pida perdones
al indio,pues donde dentra
roba y mata cuanto encuentra
y quema las poblaciones2”.

La aparente diferencia entre "La ida" y "La vuelta" queda desbaratada en la configuración de una misma imagen del indio (véase tb. Gramuglio, 1979). Para el gaucho construido por Hernández, el indio adquiere características bestiales porque es el monstruo que hiper-muestra a la naciente ideología del Estado Nacional que es posible otra forma de organización social y de explotación del territorio; formas que los ideólogos europeizados bajo la idea del progreso, de fuerte raigambre economicista, tecnicista y romántica, no están dispuestos a aceptar o a comprender. De ahí la obsesión por fijar la atención sobre el cuerpo del Otro o, deberíamos decir, de los Otros, porque aquí Fierro y el pampa son los Otros que se vuelven literatura, a condición de registrar una representación asignada desde un círculo de poder letrado. Pero, como vimos, las diferencias saltan a la vista: el gaucho, empleado en la lucha en la frontera y, por lo tanto, incorporado como maquinaria de guerra al Estado nacional, admite la comprensión; no el indio que resiste a la política usurpatoria de ese Estado.

B.

“Apareciste una noche fría
con olor a tabaco sucio y a ginebra
el miedo ya me recorría
mientras cruzaba los deditos tras la puerta.”

Y era de noche y había una luna grande sobre la casa. De alguna manera veo que los rayos pasan las chapas y rebotan en las paredes desportilladas; aunque también entran por las hendijas de la puerta marrón, a la que cruza una cinta ancha por las rajaduras para frenar los mosquitos, y la luz está acá, clara y diáfana, surcando en chorros el comedor. Ni sé lo que estamos mirando o no lo recuerdo, porque lo único que hago es ver la luz. La má está sentada en la punta de la mesa, con un cigarrillo en la boca y absorta en la pantalla. La Lore duerme, por suerte, cuando aparece la mano en la puerta y entra, corriendo y a las puteadas. El cuello explota en tics nerviosos que lo sacuden. Otra vez más no, por favor, otra vez más, no. La má, los ojos grandes y tiesos. Julio, ¿qué pasa? Ruidos en la pieza, metálicos. Que a mí nadie me basurea. ¿Qué se cree ese que antes dormía como los indios en una cueva? ¿Que me va a pasar por encima? Si son todos indios esos; lo único que hacen es daño; pero yo le voy a dar. Y entonces veo la escopeta. Los dos orificios nos apuntan y casi no respiro; pero ahora dan a la puerta. Otra vez. Sí… otra vez. La má se pone de pie. ¿Adónde vas? ¿Qué vas a hacer? Ya no miro la luz, sino a ese hombre que se mueve furioso y borracho. El Pato le dijo al gringo que yo tomaba todo el día y que a él le tenía que pagar el adicional y no a mí; es un alcahuete, ¿entendés?; ¡qué se viene a hacer ahora, ese indio! Pero se le terminó; ahora va a ver quién soy yo… Y salió. La má que le gritaba en la puerta que volviese, que estaba borracho, como siempre, y que se dejara de hacer el Martín Fierro. Dejáte de hacer pavadas, Julio, por favor, dejáte de joder. Yo no me hago, yo soy el Martín Fierro y voy a matar a todos los indios, dijo la voz cruda y trabada desde afuera. Los pedales de una bicicleta crujieron; ya no había luz que mirar, sino escena, pura, teatral, cruel. Ahogado estaba, con el corazón a mil y la má encendía un cigarrillo tras otro. No dejó de fumar. Le dije que fuéramos de la nona María, que por lo menos Gustavo o Café lo iban a ir a buscar; pero no quiso. Que se las arregle, y volvió a poner los ojos en la pantalla. Estoy harta. El humo del cigarrillo inextinguible enturbiaba la luz del comedor. La Lore se levantó de la pieza y apareció en bombachas. Andá a dormir, no pasa nada, le dijo la má y la Lore se refregó los ojos, como dos huevos fritos. La má la acompañó a la pieza y se recostó con ella. Y yo solo, en la soledad esencial de una escena que estaba a punto de caernos y que se respira en no sé qué sofocón. Al rato, empezaron los tiros. Llegaban sordos y estridentes desde el sudoeste. La má salió de la pieza. Este hombre. Yo no sé... su “carita de niño guapo / se la ha ido comiendo el tiempo / por sus venas / y su inseguridad machita / se refleja cada día en mis lagrimitas…” Después, el silencio, hasta que se escucharon los primeros pasos, afuera. Adriana, Adriana, llamaba otra voz. Era Vidal. ¿Julio no vino para acá? No, salió con una escopeta… Si, ya sé, pasó por lo de Doña María, la dejó a la otra preocupada, llorando, la va a matar a la madre algún día; ¿por qué no te venís para allá que vas a estar mejor? No, yo no voy a ningún lado; lo espero acá. No sé como; pero después, estoy caminando con el tío Vidal por una vereda de ladrillo. La luna está lejos y algo demasiado tieso viene de todos lados, de la plaza inerte, de las casas con luces encendidas y puertas y ventanas cerradas; de este calor insoportable. Y ahí lo veo, aparece el hombre con una escopeta por la esquina. El tío Vidal se le cruza en el camino. ¿Adónde vas, Pato? Ahora sé quién es y lo miro, los ojos ciegos de lágrimas. ¿Quién es ese, es el hijo de Julio? No, es el mío, el Mariano. Y lo miro a mi Tío. ¿Para qué querés saber? Y forcejean con la escopeta. Porque ese es un hijo de mil putas, me cagó a tiros la casa. Le voy a matar a todos, a la puta de la mujer y a esos pendejos de mierda; ahí va a aprender. Me descompongo, es como si el corazón estuviera por salir de la boca o de los ojos o de las orejas. No sé qué hacer. Me voy de la nona, les digo. No, que se quede porque te lo mato; yo no soy boludo; les va a avisar. Y me quedo quieto y ya es imposible detener la escena. El hombre camina, corre, hacia casa. El tío y yo por detrás. Llegamos a una encrucijada. Corré por el callejón y avisále a tu madre, me dice en el oído el Tío. Y corro por los surcos de barro seco de la calle, solo, en la soledad esencial de la escena; llego a la esquina y doblo por el callejón, cruzo el farol, la casa de la Chuchi, del negro Jaime, y entro por el baldío. Corro, al costado el naranjo, la higuera y el nogal que hace rebotar nueces en el suelo y cuando estoy por entrar al patio de casa, siento los gritos de la má. No puedo más; no sé si llego a salvarla, no puedo; entonces atravieso el patio, doy vuelta por la pared de la fachada y la escena se abre. El Pato la tiene a la má de los pelos y la revuelca en la cuneta, mientras la apunta con la escopeta; Vidal le sujeta la mano, le pide que la suelte; pero ya no veo y caigo. Oscuridad.


3. Ambigüedades de poder: la china y la cristiana / la madre.


A.
“El indio la sacó al campo
Y la empezó a amenazar:
Que le había de confesar
Si la brujería era cierta
O que la iba a castigar
Hasta que quedara muerta.
Llora la pobre, afligida,
Pero el indio en su rigor,
Le arrebató con furor
Al hijo de entre sus brazos,
Y del primer rebencazo
La hizo crujir de dolor3”

La violencia es dual. Si, como sostiene Walter Benjamín, puede definirse como un medio de poder para mantener o transformar un derecho; esto es, una ley, se comprende que nunca es producto onanista de un solo actor. Al menos, se necesitan dos fuerzas que pujen por imponerse, una sobre otra. Diana Scialpi ha sostenido precisamente que es un juego de poder por medio del cual se busca aniquilar al Otro o anularlo en su calidad de otro. La escena del Martín Fierro es estereotipada sólo en un primer momento; pero luego, registra algo. En efecto, aparecen dos actores: la víctima cristiana y el victimario indio. Más allá de que la lógica vuelva a responder al mismo esquema axiológico señalado en la parte precedente; es decir, a la representación de una imagen bestial e inhumana del indio por cuestiones ideológicas y contextuales; la escena registra también una connotación sexista para nada inocente: se trata de una mujer cristiana cautiva en manos de un hombre salvaje. El entramado de poder no es simple, sino que teje una compleja red de relaciones de fuerzas. Por un lado, interviene la china, esposa del indio, que, por ser la otra mujer de la escena, quiere aniquilarla en su calidad de tal y la hace trabajar como esclava, en actividades absolutamente masculinas que la despojan de su condición maternal:: “Ansí le imponía la tarea / de juntar leña y sembrar / viendo a su hijito llorar; / y hasta que no terminaba, / la china no la dejaba / que le diera de mamar4”, cuestión que termina en la acusación por brujería, debido al fallecimiento de una hermana. Entonces interviene la ley masculina amenazada por el cuerpo femenino y lleva al extremo la violencia y su poder de aniquilación:
“(El indio) le gritó muy furioso:
<>;
la dio vuelta de un revés y,
por colmar su amargura,
a su tierna criatura
se la degolló a los pies. …

Esos horrores tremendos
No los inventa el cristiano
<>,
sollozando me lo dijo,
<<>>
con las tripitas de mi hijo>>5”

B.

La escena es simple. Pero vuelve como una obsesión en sueños y cada vez que leo esa página, se aparece el cañaveral, por detrás de la letrina. Yo juego con la camioneta grande que me regaló el nono y la veo a la má, espiando entre las cañas. Llora y putea. Roja de bronca. Dejo la camioneta en el patio y voy a abrazarla. Ya siento ese peso que indica que algo está por pasar, algo igual, algo que no sé… Pero late fuerte adentro. ¿Qué pasa, má? Le pregunto. Es un hijo de puta. Me responde y ya sé de quién habla. Pareciera que ella no sabe que yo soy yo, ni que yo estoy ahí; ella está en otra parte. La casa con el techo de cemento desaparece y nos metemos adentro. Un caminito de chalas extendidas. Y ahí lo vemos; sentado en el patio de la Silvia, con ella en las rodillas. Se dan un beso. Y la má no aguanta. ¡Hijo de puta, sos un hijo de puta y vos, una puta de mierda! Ya no recuerdo qué más dice o no quiero hacerlo. Pero no puedo olvidar el gesto del hombre que está a la vista: se lleva el dedo a la boca y le dice a la otra que no diga nada, entonces mueve los labios hacia un costado y sacude la mano. Toma la silla y la mete adentro de la pieza de la Silvia, que cierra la puerta azul podrida por las polillas. Sus hijas, que jugaban en el patio, se han quedado inmóviles, con la vista en las cañas. Pero ellos adentro y no salen. Mi mamá cruza, llorando, la tierra polvorienta hacia el rancho. Yo, por detrás. Ahora es de noche; se hizo de noche después de una tarde de llantos y de un aire pesado, denso. Se sienten los pasos afuera y se abre la puerta. Está borracho. ¿Qué le gritaste vos hoy a la Silvia; estás loca o qué? Le dice la voz ronca. Sos un hijo de puta y esa, esa… ¿Por qué, qué te hice? No te hagás; sabés muy bien… Yo no quiero que la má le diga nada, porque sé cómo termina o empieza, ya es lo mismo, esto. Que se calle, nada más quiero. Me tenés harto; siempre inventando historias. ¿Qué historias?; si te vimos, el chico te vio, julio. Entonces sucede. Vuela el cenicero contra la pared y se rompe. Trizas en el aire y en la pared y en piso. La agarra del cuello y la estrangula. Puta, vos lo que querés es otra cosa, ¿no?. Entonces me enrosco a su rodilla y tiro. No, papi, no, por favor, no, PAPIIIII!!! Ahora la suelta; pero ya está fuera de sí. ¿A esa puta no la tratás así, de verdad? Y agarra el cuchillo. Se lo acerca al cuello y la amenaza, ya no recuerdo que le dice; pero sí que me cuelgo del brazo; tironeo. Otra vez más, no por favor, que estoy cansada y no puedo con el corazón; una vez más, no, mi amor. Por favor, no grites, que la nena duerme. La nena, ¿ah, sí? Te la voy a matar a la nena, así me van a dejar de joder, vos y todos estos. Ahora corre hasta la pieza y levanta a la Lore del moisés que empieza a llorar, fuerte y casi sin respirar y la má le agarra el brazo; nunca le vi tanta fuerza, tironea y vuela el cuchillo por el aire. Da contra la pared y cae al piso. Él le pega un piña en la cara a la má, que cae al suelo con la Lore; y yo corro y no lo dudo, agarro el cuchillo y tiemblo; pero no me tengo que quedar ahí, hay que esconderlo y camino, ciego y sin poder casi respirar hacia la cocina. Entonces entra la nona Juanita que grita cuando me ve, robótico, y con el arma en la mano.

C.
“Toda cubierta de sangre
aquella infeliz cautiva,
tenía dende abajo arriba
la marca de los lazazos;
sus trapos hechos pedazos
mostraban la carne viva.

Alzó los ojos al cielo
En sus lágrimas bañada;
Tenía las manos atadas;
Su tormento estaba claro;
Y me clavó una mirada
Como pidiéndome amparo.6”

La mujer le pide amparo al otro cristiano de la escena: a Fierro. Entonces interviene la segunda fuerza de choque que contrarresta la ofensiva del indio. Pero el registro no es simple. Leída desde la lógica de la ley del coraje y de la rebeldía como ha sido interpretado Martín Fierro, no se percibe lo que en realidad se pone en marcha: el código de honor viril, cuya tradición se remonta a la antigüedad griega; pero mediada ahora por una tradición española medieval, barroca y por el contexto Nacional de usurpación y conquista del territorio. La lectura de Ludmer que señala la co-presencia de dos códigos escindidos y separados; el del gaucho y el de la Ley de Levas del Estado, no alcanza a especificar con claridad cuál es ese código gaucho, cuya matriz está dada por la exacerbación de la doxa llevada al extremo, y por lo tanto deformada, de los valores viriles. La mujer pide amparo al hombre, nos muestra la escena y reproduce el registro de una mirada patriarcal y, por tanto, decimonónica, de la relación entre los sexos. Se cae en la otra doxa: la de la mujer indefensa, para promover por el texto una violencia que no hace sino preservar el derecho del hombre por sobre la mujer. El registro de una relación instaurada entre los sexos por parte de Hernández, se hace evidente en los significantes empleados para designar a la mujer: la del indio es la china; la cautiva es cristiana. Pero, más allá de ellas dos, la denominación empleada en La ida de la mujer de Fierro es la de china: “a mi china la dejé / media desnuda ese día7”. Según el Diccionario folklórico argentino de Félix y Susana Coluccio, China es “un nombre que se da genéricamente a la mujer en nuestra campaña. Dice D. Granada que china es vocablo de la lengua quichua, en la que significa originariamente sierva o criada. (…) En el antiguo Perú, chinas eran las doncellas que cuidaban el fuego sagrado en los templos del sol, y de esto proviene que los conquistadores españoles llamasen chinas a las indias vírgenes del Perú, extendiéndose después hasta las mestizas. El gaucho tomó del español el llamar china a su mujer amada8”. La mujer amada porun hombre es la china, por eso Fierro se cuida de llamar a la suya y a la del indio de esa manera; pero no a la otra, la cristiana cautiva, excluida de toda relación amorosa y de todo posesor, deberíamos decir también, porque si algo conserva de la etimología la palabra china es su sentido de esclavitud: “Tuve en mi pago en un tiempo / hijos, hacienda y mujer9”, dice Fierro en La ida. La relación de propiedad es doble: sintácticamente está marcada por ser el argumento directo del verbo tener, semánticamente por la puesta en un mismo campo semántico de la casa, con los hijos y con la mujer amada, la china. Entonces, ¿por qué lucha Fierro con el indio, si la mujer no le pertenece? Porque la otra fuerza que interviene en escena, la mirada de la cristiana, lo insta a entrar en combate por su condición de cristiano y de hombre; le otorga el poder:
“Yo no sé lo que pasó
en mi pecho en ese instante;
estaba el indio arrogante,
con una cara feroz:
para entendernos los dos
la mirada fue bastante.10”

D.

“Voy a volverme como el fuego
Voy a quemar tu puño de acero
Y del morao de mis mejillas
Saldrá el valor pa cobrarme las heridas”

Dicen que aprendí a caminar en la cárcel. Que una tarde, cuando mi mamá lo visitaba a él, me dejó gateando y en un momento me puse de pie y comencé a dar los primeros pasos. No recuerdo nada de eso; pero puedo imaginarme, por lo que cuentan, entre las rejas y tomado de los pasillos extensos y blancos. Los ojos de la má llenos, no sé si de lágrimas o de felicidad, al poder descansar sus brazos de diecisiete años y la cabeza agitada por ese hombre. Se había fugado con él y, al tiempo, la dejó sola para trasladarse al calabozo. Por defenderla, dicen; pero sé o al menos supongo hoy, que no fue así; fue una de sus tantas peleas, infinitas. Apuñaló no sé a quién porque le gritaba cosas a la má en la calle. La má siempre recuerda la escena; llegó y le contó que otro le había dicho un piropo y él sacó el cuchillo del cajón y salió. Ella corriendo por detrás de su bicicleta para pararlo. Hasta que llegó al boliche y se encontró con el Otro. No lo dudó: le hundió el filo en el abdomen y después vino la policía. Eso sí sé cómo es. Varias veces nos levantaron los colchones, nos tiraron la ropa al suelo dada vuelta en el piso, nos abrieron la heladera, nos llevaron muebles, electrodomésticos, mangueras, carriles de alambre. Así que como esas veces, le deben haber puesto las esposas, previos insultos, y lo deben haber cargado en el patrullero. Sin embargo, nunca lo encerraron por los golpes, por esos delirios de violencia sin freno que nunca comprendí qué querían aniquilar; tal vez a nosotros, para poder revolcarse con quien quisisiera; pero en ese caso le hubiera bastado amenazar o matar o golpear sólo a la má. No, lo que buscaba era mantenerla en su poder, asediarnos, quería que fuésemos e hiciéramos sólo lo que a él se le antojaba. Y no admitía competidor: por eso la puñalada. Hoy las escenas vuelven cada vez que escucho a Bebe, diciendo con furia “Malo, malo, malo eres, / no se daña a quién se quiere, no / tonto, tonto, tonto eres / no te pienses mejor que las mujeres”. Es como si su voz o la música o no sé qué las hubiera retenido a cada una y las activara y estallaran todas juntas, componiendo una escena total y absoluta, imposible de separar en días, situaciones, u años. Registrado, sí, una forma particular de relación en una clase social, esa música o la letra o el mismo programa revanchista y estereotipado de Polka, Mujeres asesinas. Y es como si una matriz preexistente conectara eso con la imagen de mi padre diciendo que él era el Martín Fierro o, a veces, incluso, Juan Moreira. No sé si la gauchesca creó el monstruo o si ella da cuenta de un monstruo preexistente y arquetípico; tal vez haya producido una identificación popular con él, afianzada desde los órganos de poder al imponer el gaucho, literario y real, como modelo nacional. Eso no importa. Lo extraño es la rareza de una letra española y de un poema argentino cuyas ranuras dejan disparar las mismas escenas o levantar el telón para que la violencia vuelva y, con ella, la parálisis y el ahogo y el regodeo neurótico por reconstruir las piezas demolidas a golpes de un pasado que en escombros sigue construyendo los cimientos, no sé si de la sociedad; pero sí de uno de sus sectores.

Notas
*Texto presentado en el V Encuentro de mundos, Rosario, 2006.
1 Hernández, José, Martín Fierro, Buenos Aires, Hércules Cesare y Floreal Puerta, 1971, pág. 85.
2 Hernández, J., OP. CIT., pág. 21.
3 Ib. Idem, pág. 87.
4 Ib. Idem, pág. 86.
5 Ib. Idem, pág.87.
6 Ib. Idem, pág. 88.
7 Ib. Idem, 19.
8 Coluccio, Félix – Coluccio, Susana, “China” en Diccionario folcklorico argentino, Buenos Aires, Corregidor, 2006, pág. 281-282.
9 Hernández, José, Op Cit, pág. 18.
10 Ib. Idem., pág. 88.



BIBLIOGRAFÍA
o A.A.V.V., Vivir entre dos mundos. Las fronteras del sur de la Argentina. Siglos XVIII y XIX, Buenos Aires, Taurus, 2006.
o Balibar, Étienne, Violencias, identidades y civilidad, Barcelona, Gedisa, 2005
o Bebe, “Malo” en Pafuera telarañas, Madrid, Trovador Ediciones, 2004.
o Benjamín, Walter, Para una crítica de la violencia, México, Premia Editora, 1982.
o Coluccio, Félix – Coluccio, Susana, “China” en Diccionario folcklorico argentino, Buenos Aires, Corregidor, 2006.
o Coromidas, Joan, “Violento” en Breve diccionario etimológico de la lengua castellana, Gredos, Madrid, 2005.
o Gómez Bosque, Pedro – Ramírez Villafáñez, Amado, XXI ¿otro siglo vioelnto?, España, Díaz de Santos, 2005.
o Halperin Donghi, Tulio, José Hernandez y sus mundos, Buenos Aires, Sudamericana, 1985.
o Hernández, José, Martín Fierro, Buenos Aires, Hércules Cesare y Floreal Puerta, 1971.
o Ludmer, Josefina, El género gauchesco, Lumen, Buenos Aires, 2001.
o
Gramuglio, María Teresa, “Continuidad entre la ida y l a vuelta de Martín Fierro” en Punto de Vista, 7, noviembre de 1979.
o R.A.E., “Violencia”, “Violentar”, “Violento, ta” en Diccionario de la lengua española, Bs. As., Espasa Calpe, 2001.
o Ramillón, Cristián E., La agresión y la violencia, Bs. As., CER, 2004.
o Scialpi, Diana, Violencias en la administración pública. Casos y miradas para pensar la administración pública como ámbito laboral, Bs. As., Catálogos, 2004.